
En clase me pasaba horas mirando por la ventana cómo cagaban las palomas. Es probable que mi interés por la pintura venga de observar las manchas blancas que coronaban aquellas gárgolas. Yo entonces no sabía que se llamaban gárgolas ni que el edificio del colegio era modernista; sólo sabía que todo era gris y triste menos los veranos: los veranos eran en tecnicolor.
Una vez al año los curas organizaban una cena para familiares de los alumnos y en una de esas fue cuando mi padre los vio. Al balancear distraídamente su silla sobre las patas traseras, alcanzó a ver la cocina en penumbra donde el padre Eusebio estaba enroscado con la madre del niño Cerezo. Se estaban dando un beso de tornillo, un morreo apasionado, de una desesperación obscena. Muchos años después mi padre lo describió con precisión: "S'estaven fotent un bistec".
El padre Eusebio visitaba a menudo a los Cerezo que veraneaban en el mismo pueblo donde vivían mis abuelos. Se convirtió en un asiduo y amigo íntimo de aquella familia. Tanto es así que al niño que nació al cabo de poco tiempo le llamaron Eusebito.
Una tarde mi madre se topó con la señora Cerezo paseando al bebé en su cochecito y al mostrárselo orgullosa, mi madre le espetó: "Tiene los ojos del padre Eusebio".
Todos estos hechos son verídicos y demostrables. He cambiado los nombres y las fechas y el nombre de mi padre que en verdad se llamaba Matías y el del colegio que era el de la Virgen del Sagrario. Yo en aquel tiempo era un niño inocente de diez años pero hace unos días, mientras esperaba en la consulta del médico de las prótesis, lo vi. Llamaron por el altavoz a Eusebio Cerezo y entonces apareció la viva imagen del Padre Eusebio con cuarenta años, con sus ojos grises de gato y un portafolio donde, estoy seguro, llevaba los papeles del contrato con el diablo.
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