De Egon Schiele son conocidas sus figuras y su maravillosa pintura erótica pero algo menos los paisajes. Aquí van un par a ver si os gustan tanto como a mí.
A Schiele lo mató la Gripe Española en 1918. La llamaron así porque la prensa española, al no estar en guerra, habló de la epidemia sin censura y por tanto parecía el único país infectado. Mató a unos 25 millones de personas en pocas semanas -la misma cantidad que el SIDA en 25 años- y la trajeron a Europa los soldados norteamericanos.La primera vez que oí hablar de la
pandemia fue en 1980 en casa del profesor Alfredo B.
Don Alfredo era profesor de universidad retirado, noble -marqués- y siciliano. Tenía poco más de 20 años cuando vio la procesión de ataúdes desfilando en su
Palermo natal y guardaba un recuerdo nítido de aquellos días.
Mantuvimos largas charlas durante las cenas que cada miércoles compartí con él y su familia en los años que viví en Italia. Después de cenar me ofrecía
whisky etiquetado con su nombre y hablábamos (él más que yo) y bebíamos (yo más que él).
Su presencia contrastaba con todo: con su familia, grotesca, y con el
pretencioso apartamento situado en un decimoquinto piso de un barrio obrero, nuevo y feo.
El apartamento era enorme, con un piano de cola blanco y un teléfono forrado con terciopelo de leopardo. Todo tenía un aire de ostentación, una apariencia irreal y ridícula.
El profesor vivía con un hijo antipático, por suerte siempre de viaje, una nuera inglesa y rechoncha, y sus dos nietas también obesas. La familia se completaba con dos perritas, una rubia y la otra morena, gordas y cómicamente idénticas a las dos nietas.
Si al despedirnos estábamos solos, don Alfredo intentaba besarme en los labios.
Las tres mujeres estaban siempre a dieta y yo, por maldad, les repetía varias veces las excelencias de los manjares que Gloria, la nuera, preparaba para el abuelo y para mí. Recuerdo sus rostros consternados delante de una hoja de lechuga aliñada con zumo de limón.
Al cabo de un tiempo ellas empezaron a odiarme, pero continuaban invitándome por el afecto que me tenía Don Alfredo y por vínculos familiares que no vienen al caso.
Lo que al principio fueron cenas deliciosas, degeneró en platos recalentados y en malas caras (las de ellas).
Continué asistiendo al mismo ritual durante dos años, incapaz de encontrar la valentía para dejar de ir.
Pero recuerdo con cariño a aquel viejo profesor, elegante y culto, hablando de la gripe, corrigiendo mi torpe italiano e intentando robarme besos a hurtadillas.
Las dos obras proceden de Egon Schiele, Landscapes. Ed. Prestel