Ir cada miércoles a cenar con aquella
familia era un suplicio. Un compromiso heredado que en los dos años que duró,
fui incapaz de romper. Estaba compuesta por un marido siempre ausente, un
abuelo dandy y masón que intentaba besarme en los labios cuando me despedía en
la puerta del ascensor y una madre con dos hijas, gordas las tres.
El apartamento de esta gente estaba en
Cinisello Balsamo, un barrio obrero de Milán, tenía falsas columnas griegas y
el teléfono forrado de leopardo. Se las daban de marqueses en aquel decorado de
cartón piedra, rancio y ridículo.
Han pasado treinta años pero recuerdo
con nitidez la noche en que invitaron a un amigo del marido ausente a cenar. Se
llamaba Vittorio, un sesentón dicharachero y fascista. Al saber que yo era de
Barcelona empezó a contar sus anécdotas de piloto bombardeando mi ciudad
durante la guerra civil.
Tuve que ir a vomitar.
Las noticias publicadas estos días me
lo han recordado.
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