Marcello y J. M. en una foto reciente
Marcello me contó lo del terremoto con los ojos muy abiertos: cómo bajó a toda prisa las escaleras de un sexto piso sin tocar el suelo. Su tío agarró la mano del niño de cinco años que era entonces y lo arrastró por las escaleras a oscuras, volando entre los gritos de los vecinos aterrorizados. Recuerda también los edificios doblándose como si fueran de mantequilla y los rostros de la gente en la calle, desconcertados y aturdidos por el pánico. Su padre decidió entonces salir de la ciudad a toda prisa. Es un decir, porque
Nápoles ya es una catástrofe sin la ayuda de la naturaleza. Al salir al campo, una espesa e impenetrable niebla cubrió el mundo de extrañeza. Viajaron toda la noche, despacio, temiendo toparse con árboles o puentes derruidos, hasta ponerse a salvo con el sosiego del alba.
El terremoto mató a 5.000 personas.
En aquel tiempo yo vivía en el norte de Italia y recuerdo la conmoción, las primeras horas, las noticias confusas. También recuerdo como se
movilizaron para ayudar, como la sociedad civil se volcó dando muestras del carácter solidario, magnífico, de esa gente.
Después nos enteramos que camiones llenos de artículos de primera necesidad como mantas y abrigos (hacía mucho frío) eran saqueados por delincuentes desalmados. Hubo quien reconoció meses después en
mercadillos de Milán o de
Turín, la chaqueta que había donado para los damnificados. Pero esa es otra historia.
Ocho años más tarde, una madrugada de agosto en el Valle de
Kathmandú, un fuerte temblor me hizo caer de la cama. Mi compañera, medio dormida y cabreada decía que dejara de moverme pero al instante nos dimos cuenta de lo que sucedía. Nuestra cama era un
cochecito de montañas rusas en aquel minuto que pareció eterno. Nos salvó la sólida construcción del edificio. Los habitantes de los barrios históricos y de los pequeños pueblos no corrieron la misma suerte. Al cabo de dos días, centenares de piras funerarias iluminaron el cielo de
Pashupatinath tiñendo de naranja las aguas sagradas del
Bagmati, en el espectáculo más triste que jamás he visto.
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